A 21 años del 9/11

Era imposible saber que aquella mañana, el mundo viviría uno de los muchos eventos disruptivos que el siglo XXI le tiene deparado. La tragedia en las Torres Gemelas representa en muchos sentidos la caída también del gran hegemón.

La pérdida del liderazgo absoluto de los Estados Unidos y su supremacía quedó trastocada y desde entonces, le ha sido prácticamente imposible recuperarse.

Los atentados de aquella sombría mañana mostraban la panorámica vulnerabilidad del Tío Sam, del gran defensor de la justicia, la democracia y el capitalismo, y ponía por primera vez al terrorismo como el eje de una cruzada inesperada contra un fenómeno transnacional que iba mucho más allá de la carrera por las armas, por el espacio o por los aliados que habían dado una pizca de certidumbre al mundo del orden internacional anterior, el de la Guerra Fría.

El mundo estaba acostumbrado a ver cómo Estados Unidos arremetía una y otra vez contra los comunistas, contra los golpistas, contra su patio trasero, pero el ataque al territorio estadounidense nunca había estado en la narrativa de su rol como súper potencia del mundo.

El punto neurálgico de los atentados, paradójicamente, no se encuentra en el momento mismo de la tragedia, ni unas semanas, meses o años antes. Se entreteje décadas atrás, con la ocupación de la ex Unión Soviética a Afganistán y la empecinada cruzada intervencionista de los Estados Unidos por lograr la retirada soviética a costa de lo que fuera. También allá, en Afganistán se inició una tragedia humanitaria interminable que, curiosamente, veinte años después vuelve a sacudir a la opinión pública mundial.

Y es que, en aquel entonces (1978) la Guerra Fría estaba en su máximo esplendor y la respuesta natural ante un movimiento estratégico-militar soviético era un movimiento de respuesta proporcional estadounidense. Así es como Estados Unidos aparece en el escenario afgano, financiando y capacitando a los adversarios internos de los soviéticos y desarrollando el liderazgo de cabecillas que podrían jugar a su favor tarde o temprano, y así lo hicieron.

El fortalecimiento del Talibán como aliado estratégico de occidente para contrarrestar la influencia de la entonces URSS, sobre todo para contener la doctrina socialista, atea y de izquierda, conllevó más adelante a la creación de Al Qaeda para intentar disminuir las tensiones internas y lograr la pacificación del convulso país. Osama Bin Laden fue adiestrado especialmente por la inteligencia estadounidense para combatir, entonces, a los soviéticos y también a las células extremistas de la región. 

Con el paso de los años Afganistán fue el último territorio usado como campo de batalla por las súper potencias de la Guerra Fría. Estados Unidos mantuvo su presencia táctica y militar en la región, hoy sabemos que al igual que Vietnam, el caso de Afganistán es otro de los grandes fracasos de la política exterior intervencionista estadounidense. 

El 9/11 cambió radicalmente el concepto de seguridad internacional, de pacificación y de orden internacional. La guerra contra el terrorismo no sirvió absolutamente de nada, por que el enemigo que se persigue fuera no existe, el verdadero enemigo está dentro y lo vimos fortalecido y alentado por el expresidente Trump.

Desde la administración de George W. Bush, la política exterior de los Estados Unidos es menos ambiciosa y ¡cómo no! Si prácticamente todo lo que va del siglo XXI ha crecido su deuda pública por el financiamiento a cada operación militar, si sus ciclos económicos son cada vez más cortos y sus periodos de crecimiento son casi imperceptibles. 

Hoy sabemos que las ideologías radicales perseguidas en la cruzada contra el terrorismo son prácticamente imposibles de erradicar (aunque Trump haya afirmado que su gobierno las neutralizó) y que más allá de las teorías de conspiración y las especulaciones, los hechos narran una historia muy diferente a la contada desde la versión oficial.

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